Krónica del trueno X
Contaba con unos cinco o seis años, cuando, por circunstancias familiares, pasamos el verano en la humilde morada de mis abuelos paternos. Un piso muy antiguo situado en lo que se conoce como Ciutat Vella. Se trata de la zona portuaria, muy cerca de la Central de Correos, por entonces un distrito repleto de tascas, colmados, granjas, quioscos, zapateros, panaderías… Me mandaban a la bodega de abajo a comprar gaseosas y el señor bodeguero, con delantal blanco, abría una vieja nevera y sacaba las botellas bien frescas. Los envases de cristal eran modernos, reciclables, retornables. En casa a penas veíamos los rayos catódicos de la televisión. Se trataba de un barrio poco tranquilo y eso era divertido y entretenido, pues confluía mucha humanidad las veinticuatro horas del día. La mitad del domicilio había sido el taller de mi abuelo, donde se conservaba todavía buena parte de sus herramientas de ebanista, bancos de carpintero, una piedra grande de afilar, etcétera. La otra mitad del piso era la vivienda. Por aquellos días, mi padre ya había transformado el taller en un estudio, con unas tres o cuatro mesas de dibujo, rotuladores, cajas de lápices, acuarelas, un tocadiscos, montones de cómics, revistas como El Papus, un erizo disecado, libros, cuernos, lienzos, fósiles, y una tortuga de tierra, que siempre andaba recorriendo la estancia. Aquel caparazón andante buscaba las fuentes de calor con mucho ahínco. Cuando pegaba la luz del día al balcón, para allá que se escapaba lo más rápido que podía, salvaba un pequeño obstáculo en forma de escalón y pasaba buen rato tomando el sol. Ahora pienso, hubiese sido buena idea instalar unos panelillos fotovoltaicos sobre nuestro querido quelonio. Cuando desaparecía el astro rey, la tortuga se metía para adentro a descansar y, mientras anochecía, observando desde el mismo balcón, podíamos ver a los marineros de la Sexta Flota que transitaban bebidos; escándalos, tacones, canciones, cigarros, bailes, botellas y el brillo de los adoquines reflejando los letreros de luz amarilla y el alumbrado público… Esas mismas calles, ya de veinteañeros, las recorríamos mezclándonos con todo el personal que por allá mariposeaba. Visitábamos alguna taberna económica y merodeábamos los callejones en busca de diversión. Utilizábamos mucho la calle de La Comtessa de Sobradiel, tanto de subida, como de bajada, pues conectaba la Plaza del Regomir con el Carrer d’ Avinyó. Una noche la sorpresa fue morrocotuda, pues en el nº 9 de esa calle alguien había abierto un curioso bar: Presidía la puerta una reproducción en color y a tamaño real de Mr. Spock, aquello tenía interés. Estábamos en el año 1994 y el lugar no era otro que The Pop Place, el bar fundado por Ringo Julián, que mantuvo abierto un par de temporadas, que se hicieron, claro está, cortas como las mangas de un chaleco. El interior estaba decorado con todo tipo de parafernalia Sixties. Se pinchaba vinilo y se disfrutaba de la compañía de todos aquellos juguetes, giradiscos, cartelería: The Beatles, Star Treck, Thunderbirds, Batman… El proyecto inicial era el de un bar musical con galería de arte al fondo y terminó siendo, según las palabras del ya tristemente fallecido Ringo: “Un coffee-shop avant-la-lettre en los márgenes de la legalidad”. Aquello fue evolucionando, entre exposiciones y performances, hacia el antiprohibicionismo. Un lugar acogedor, donde se juntaban estudiantes de arte, músicos, gentes de diferentes inspiraciones, aunque coincidentes en el gusto por la música, las artes y, como no, ciertos aspectos contraculturales. Asistimos a pases de vídeo de todo tipo, happenings, fotografía, Pop Art, incluso algún partido de fútbol. Uno de mis momentos favoritos, tengo que confesar, cuando le daba por desempolvar discos del país, de compañías tipo la BELTER, EDIGSA y entonces sonaban artistas como Guillermina Motta y el “Azul y grana” de los jugadores del F.C. Barcelona del año 1974… Muy atento y simpático con nosotros, siempre se quejaba, Ringo, con humor, de los cuatro viejos que se metían a tomar el vino por la tarde. ¡Y cuándo ganaba el barça convidaba a copitas de cava, je, je!.. El peor recuerdo que conservo, de manera clara, fue el anuncio del día de su cierre en el 1996.