Contaba con unos cinco o seis años, cuando, por circunstancias familiares, pasamos el verano en la humilde morada de mis abuelos paternos. Un piso muy antiguo situado en lo que se conoce como Ciutat Vella. Se trata de la zona portuaria, muy cerca de la Central de Correos, por entonces un distrito repleto de tascas, colmados, granjas, quioscos, zapateros, panaderías… Me mandaban a la bodega de abajo a comprar gaseosas y el señor bodeguero, con delantal blanco, abría una vieja nevera y sacaba las botellas bien frescas. Los envases de cristal eran modernos, reciclables, retornables. En casa a penas veíamos los rayos catódicos de la televisión. Se trataba de un barrio poco tranquilo y eso era divertido y entretenido, pues confluía mucha humanidad las veinticuatro horas del día. La mitad del domicilio había sido el taller de mi abuelo, donde se conservaba todavía buena parte de sus herramientas de ebanista, bancos de carpintero, una piedra grande de afilar, etcétera. La otra mitad del piso era la vivienda. Por aquellos días, mi padre ya había transformado el taller en un estudio, con unas tres o cuatro mesas de dibujo, rotuladores, cajas de lápices, acuarelas, un tocadiscos, montones de cómics, revistas como
Krónica del trueno X
Krónica del trueno X
Krónica del trueno X
Contaba con unos cinco o seis años, cuando, por circunstancias familiares, pasamos el verano en la humilde morada de mis abuelos paternos. Un piso muy antiguo situado en lo que se conoce como Ciutat Vella. Se trata de la zona portuaria, muy cerca de la Central de Correos, por entonces un distrito repleto de tascas, colmados, granjas, quioscos, zapateros, panaderías… Me mandaban a la bodega de abajo a comprar gaseosas y el señor bodeguero, con delantal blanco, abría una vieja nevera y sacaba las botellas bien frescas. Los envases de cristal eran modernos, reciclables, retornables. En casa a penas veíamos los rayos catódicos de la televisión. Se trataba de un barrio poco tranquilo y eso era divertido y entretenido, pues confluía mucha humanidad las veinticuatro horas del día. La mitad del domicilio había sido el taller de mi abuelo, donde se conservaba todavía buena parte de sus herramientas de ebanista, bancos de carpintero, una piedra grande de afilar, etcétera. La otra mitad del piso era la vivienda. Por aquellos días, mi padre ya había transformado el taller en un estudio, con unas tres o cuatro mesas de dibujo, rotuladores, cajas de lápices, acuarelas, un tocadiscos, montones de cómics, revistas como