Corría el año 1991, cuando todavía coleaban los restos de la ciudad preolímpica, desordenada al gusto y sazonada con misterio; quizás más al natural, no tan volcada hacia el servicio de los posibles visitantes puntuales y a la multiplicación de los bazares de recuerdos absurdos. Dinero fácil, rápido y poco más. Es así y así nos brilla el pelo. En el cruce entre el Carrer Regomir con el Carrer Ample, existió un lugar donde preparaban los mejores emparedados a este lado del Río Llobregat. Si no recuerdo mal, el bar se llamaba “Salam” y el encargado no daba abasto elaborando bocadillos, a la vez que ahuyentando y tratando de exterminar la primera cucaracha americana que, por entonces, ya había desplazado a la cucaracha autóctona. Hoy día es imposible encontrar una cuca con denominación de origen condal en toda la city. Aquí las cucas llevaban barretina, oiga. Aquellas cucas, oliéndose la Olimpiada tan cercana, parecía anduviesen preparándose para alguna cita deportiva, pues correteaban por las paredes de la taberna en competición abierta. Quizás entrenaban por el bar, para llegadas las tan señaladas fechas, alzarse al estadio-mostrador y decidiesen por fin cuál de ellas merecía subir al medallero: La medalla de oro del que cagó el moro, la de plata que nos falta en el bolsillo y la de bronce como la cara de algunos, abochornados ante tamaña servidumbre… Dándole vueltas a la sesera, colisiono con una dama y me disculpo: Perdón. Y me contesta que de eso nada, que la trate como manda el protocolo y que debo dirigirme a ella como Alteza Serenísima, pues dice ser la princesa de Mónaco. A mí me da igual y respondo: Perdone, Alteza, por mi torpeza. Le pregunto cómo es que no lleva escolta y asegura que sí lleva: “Me acompañan dos escoltas invisibles, lo último en guardaespaldas”. Propongo a los tres ir a dar un paseo, a lo que accede, no sin antes comentarlo con sus acompañantes. Se conoce dan vía libre. Cruzamos La Rambla y entramos por Nou de La Rambla. En este tramo de calle, diría hasta el Paralelo, sólo hay un bar de barrio que aguanta el tirón de los últimos tiempos: El “Bar Tino”, un café que conserva algo enlazado con el deporte y cada vez más difícil de ver en los bares: Un futbolín. El dueño de la cantina es gallego, como el inventor del futbolín, aunque no creo tenga relación alguna con el que diseñó el artefacto. El creador del futbolín fue el Sr. Finisterre, un gallego herido en la defensa de Madrid, que, observando a los niños impedidos por las mutilaciones de la guerra, ideó este ingenio de carpintería, para que pudiesen divertirse de alguna manera… Comunico a la princesa, que este bar típico es donde acuden los nativos y que no es precisamente terreno turístico. También le explico un poco la historia del futbolín y si quiere probar a echar unas partidas mientras tomamos unas cervezas de barril. La veo interesada y pasamos para dentro donde tengo previsto iniciarles en el juego. La princesa y yo contra los dos escoltas invisibles, por empezar de alguna manera, claro… Pues nada, qué mala suerte, está el futbolín ocupado. ¿Y quién lo maneja? Ni más ni menos que cuatro miembros de los Murciégalo: El Nécora que hace pareja con la Calva y el Réctor con el indio; que todavía anda con la cabeza reducida. Ahora sí escucho el sonido de la esfera deslizándose y pegando contra los pies de hierro de los jugadores. Y todavía más, el clímax sonoro, cuando la bola golpea con fuerza contra el fondo de la tronera y baja canalizada hasta su cajón de madera… Salimos del bar y seguimos caminando los cuatro. La princesa entonces me cuenta, estuvo secuestrada por un clan de hongos gigantes el mes pasado, que la llevaron a una isla y pretendían cobrar un rescate por ella…
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Me encanto el comentario de la cucaracha Américana, qué desplazó a la cucaracha autóctona, debieron ser cucarachas hijas del trueno 😂